jueves, 2 de mayo de 2013

Vida silvestre


Me voy al campo
Llevo:
Marido
Zapatos de montaña
Abrigo
Libros
Stress.

Olvido:
 Las llaves de la casa
(primer intento de arruinar el viaje)

Por una semana:
Jugamos a la casita
Limpiamos
Hacemos fuego
Comemos en la galería de madera
mirando montañas.
No hablamos de esto, pero:
No entendemos que hacemos acá
(Ni entendemos que hacemos allá.)
Tratamos de vencerle el brazo a la inercia.
Acá estamos, en la mitad del monte,
Nosotros que somos tan top citadinos!
Inauguramos la casa con gente de allá
que se acuesta temprano
que no toma drogas
-Es que nosotros somos unos freaks
pero allá no te das cuenta.
Somos viejos y jóvenes
Algo vamos a descubrir un día de estos.

Leemos Venturini antes de dormir
(yo leo en voz alta)
Planto madreselvas y pasionarias
para que se me enreden en la casa,
en la mente,
para que me aten y no pueda volver más.
Saco pasajes de vuelta
Llego, llueve en Buenos Aires
El mal humor que siento
podría ser algo, pero no sé.


 

Ajuar de señorita


La conexión era la casa de Mariano, que iba a mi colegio y vivía en la misma manzana que Juanjo. Como los papás eran amigos habían puesto un portoncito en la medianera que comunicaba los dos jardines. Por eso nosotras que éramos de la normal nos hicimos amigas de los chicos de Club Lomas porque Juanjo jugaba al rugby ahí.
No éramos amigas de las chicas del club. Todas esas chetas rubias. Al principio nos intimidaban un poco con esos uniformes de paño tan lindos, esas chicas bilingües que se sabían todas las letras de las canciones en inglés que nosotras cantábamos en un idioma inventado. Así que cuando los chicos nos llevaban a sus fiestas éramos como de otro planeta.
Por esos días mi abuela Ema me llevó de compras a las tiendas Harrods. Si bien en los ochentas la tienda ya no era lo que habría sido, todavía conservaba esa elegancia de los salones, los ascensoristas, la confitería del tercer piso donde las señoras tomaban el té. Me acuerdo que ese día  me compró el portaligas. Sí, mi abuela! Que nació en 1900, patagónica, hacendada, católica de rosario todas las tardes.
Ema siempre usó corset. Corset, portaligas y medias de seda. Siempre hasta que se murió a los noventa y algo.  Y vivió tan negada de su cuerpo encorsetado que se enteró que estaba embarazada de mi madre el día que la parió con seis meses de gestación y aunque cuentan que el médico puso a la bebé en una caja de zapatos y le dijo que moriría esa misma noche, la vasca le hizo de incubadora un año, ahí en la mitad del campo, y la salvó.
  En el mundo de mi abuela, que era casi del siglo XIX, era muy normal y muy decente, llevar a su nieta de catorce años a comprar su ajuar de señorita. Pero para esta adolescente que pasaba las dobles matinés en el cine viendo película italianas con Ornella Mutti, con la fantasía llena de caderas con encajes, el objeto se tranformaba en un fetiche que prometía super poderes.
Ese sábado había fiesta en el colegio San Albano. Iba  a ir Gonzalo, otro amigo de los chicos con el que me había dado unos besos en una disco el fin de semana anterior y me encantaba. Aunque tenía quince, parecía más grande. Me había contado que la triple A asesinó a su padre cuando él tenía siete años, y ahora él era el hombre de la casa. Usaba una campera de corderoy azul que olía a Parisiennes, me volvía loca. Pero ahora yo también era grande.
Era una mujer y también era una muñequita de trapo hecha con pedacitos de historias trágicas de todas la mujeres de mi familia; del dolor y el desamor del hogar donde crecía, de mis ganas de ser otra. Mi fantasía construía belleza por necesidad.
Ya había visto mil veces en las películas ese gesto de acercar la pierna subiéndola a la cama o un banco para unir el gancho de goma y metal con la seda de las medias. No eran elásticas, tenían la forma de la pierna, una suave curva en la rodilla, la forma del talón. No se pegaban del todo a la piel, se delataban con unos plieguecitos en el tobillo, como diciendo: acá estamos, somos la lujuria misma.  
Esa noche me puse una camisa blanca de broderie inmaculado, una pollera de paño gris con tablas, zapatos negros de taco, y secretamente debajo, como una entidad que me sostenía, estaba mi portaligas de encaje negro, con sus elásticos, sus broches. Tecnología que me distanciaba a años luz de todas esas nenas de jeans y remeras con nuditos.
En el camino me desabroché dos o tres botones de la blusa hasta que quedó escotadísima. Bailé toda la noche, mis piernas se deslizaban con delicia una con otra. Me sentía rara y estupenda. No había nadie más, flotaba sola en plena metamorfosis.
En algún momento de la fiesta nos saludamos desde lejos. Él estaba con una chica. Igual nos presentimos.
Durante cuatro años fuimos inseparables. Después me fui. Un sacerdocio un poco más promiscuo me esperaba.
Me enteré que vive en Nueva York. Todavía hoy, me deja mensajes en el contestador, de vez en cuando.